SONATINA. Rubén Dario. Autor modernista.
SONATINA |
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ADAPTACIÓN DE LOS TRES CERDITOS POR RONALDO CABARCAS.
LA VERDADERA HISTORIA DE LOS 3 CERDITOS
Yo no tenía una vida mala, vivía bien en el bosque y en
armonía con mi manada de lobos por la que yo podía estar tranquilo y podía
comer bien, además tenía muchos amigos que me querían; pero todo se terminó
cuando ellos llegaron al pueblo del bosque. Quisieron arrasar con todo y
solamente para que nosotros le tuviéramos que pagar arriendo o posada para
vivir en nuestro hogar. No les importaba nada de nuestras vidas, excepto
nuestro dinero; y además quieren que trabajemos para ellos. Nadie del bosque
estaba contento con la llegada de ellos: los 3 cerditos.
Decidimos todos los del bosque tomar cartas en el asunto con
respecto a la situación que vivíamos, ya que estaban empezando a construir sus
residencias, demoliendo nuestras pequeñas construcciones y utilizando esos
mismos materiales como la paja, la madera y hasta los mismos ladrillos que con
tanto esfuerzo del pueblo conseguimos. Pasaron 2 meses en eso y sus casas ya
estaban casi terminadas, solo les faltaban volverlas más resistentes, y
empezaron por las de ladrillo las cuales iban a vender a los más ricos del
pueblo y se iban a quedar con una.
Nosotros, los
habitantes del bosque aprovechamos que ellos estaban concentrados en las casas de ladrillos y nos dedicamos a
protestar cerca de las casas menos resistentes y derribarlas, pero los
habitantes del bosque no quisieron participar activamente en dicha protesta,
así que me enviaron a mí para actuar. Empecé a idear un plan, pero los del
bosque me dijeron que solo necesitaba una cosa para arremeter contra las casas
menos resistentes, así que pensé en qué me podía servir, y en ese momento vi un
soplador de hojas muy potente que alguien había dejado allí por “casualidad” y
me puse manos a la obra con la primera
casa, que era de paja, así que solo tuve que encenderlo y la tumbé con
facilidad. Luego me dediqué a tumbar la casa de madera y lo logré, aunque con
mayor esfuerzo.
Y por último, me dirigí con sigilo a la casa que era de
ellos para causar mayor impacto en ellos, pero no contaba con que ellos
estuvieran allí y traté de derribarla con todo lo que tenía a mi alcance hasta
con el soplador para ver si funcionaba, pero no hubo caso.
Luego me arrestaron por daño a la propiedad privada e
intento de homicidio. Y aquí estoy, en la cárcel. Sí fue justo que me
arrestaran por lo que hice, pero no fue justo que no haya logrado mi cometido
final: que ellos se fueran del pueblo, más bien se quedaron con mayor razón
para gobernar el pueblo como si fueran de él. Fue tan injusta esta situación
que mandaron a hacer un cuento infantil y popular sobre ellos, donde se
mostraba lo que “habían hecho” por el pueblo y como yo era el malo de la
historia. Siempre he detestado esa historia.
RONALDO CABARCAS.
ADAPTACIÓN DE CAPERUCITA ROJA DE TRIUNFO ARCINIEGAS.
ESE DÍA ENCONTRÉ EN EL BOSQUE la flor más linda de mi vida. Yo, que
siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no
me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui
por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La
conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar
hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan
traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar
conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa.
Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de
caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la
encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y
atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro
para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La
última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
–Quiero regalarte una flor, niña linda.
–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
–¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
–¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
–Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
–La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
–Quiero regalarte una flor, niña linda.
–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
–¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
–¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
–Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
–La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.
ROMANTICISMO HISPANOAMERICANO
El romanticismo
La ruptura con la rigidez y la imitación clásica del neoclasicismo occurió con el advenimiento del movimiento romántico al final del siglo XVIII en Europa. Aunque el romanticismo ya se extendió por toda Europa, el movimiento no comenzó en Hispanoamérica hasta 1830. Al principio del romanticismo hispanoamericano la literatura enfocó en la reforma mientras los escritores románticos buscaban un escape de la turbulencia política y social de la época. El romanticismo hispanoamericano se asociaba casi exclusivamente con el liberalismo de los autores europeos como el francés Victor Hugo que los conservadores como Chateaubriand. Los elementos principales del estilo romántico incluyeron el subjetivismo, el sentimentalismo y la libertad artística. El amor y la pasión, la muerte trágica, la libertad del individuo, la devoción patriótica y la independencia eran los temas esenciales en el movimiento, aunque el romanticismo hispanoamericano también se enfocó en los temas del indio y el esclavo y la historia política. Los románticos rechazaron el lenguaje convencional de los neoclásicos y renovaron el estilo linguística con los regionalismos y el habla del pueblo indígena.El escritor argentino José Mármol publicó lo que se considera el vivo ejemplo de la novela romántico en 1851 en Uruguay. La novela, Amalia, critica la dictadura del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel Rosas, y la brutalidad de su gobierno. La historia se enfoca en los dos protagonistas, Eduardo Belgrano y su novia Amalia. Belgrano es miembro del partido Unitario que se opene al partido de los Federales controlado por Rosas. Después de casarse con Amalia, Belgrano se mata por los Federales en la casa de ella. La trama enfoca principalmente en el ambiente de la violencia y el terror que existió en Buenos Aires durante la época rosista.La novela más popular durante la época del romanticismo fue María (1867), escrita por el autor colombiano Jorge Isaacs. El tema de esta novela es el amor imposible y la pasión trágica . El joven Efraín narra esta historia y relata con gran emoción como se enamora con la bella muchacha María y la felicidad que encuentra con ella. Predomina el espíritu trágico, sin embargo, porque María sufre de epilepsia y no puede casarse con Efraín por su fragilidad. Al fin Efraín vuelve al pueblo y descubre que su querida María ya ha fallecido; su amor, sin embargo, todavía dura. Se notan claramente la vitalidad de los personajes y las fuerzas emotivas que los controlan, demonstrando el sentimentalismo que evoca la historia romático.El argentino Esteban Echeverría, como su contemporaneo José Mármol, describe la crueldad de la dictadura rosista en sus obras. Echeverría se considera el iniciador del movimiento romántico en Hispanoamérica y sus poemas, cuentos y novelas reflejan su oposición fuerte a la tiranía de Rosas. El autor creía que la obligación del escritor era luchar contra la ignorancia que pudiera permitir una dictadura como la de Rosas. En su cuento El matadero Echeverría describe como el hombre común puede comportarse en la misma manera del dictador cruel que lo controla. La acción tiene lugar en un matadero que ya no funciona. Es Cuaresma pero los <<estómagos privilegiados>>, o los seguidores de Rosas, continuan comer la carne. El matadero se abre al terminar el Cuaresma y solamente un toro se escapa del cuchillo; este toro rebelde simboliza la independencia que no puede existir bajo Rosas. El protagonista central, sin embargo, es el joven unitario que tiene que sufrir por sus creencias políticas y su aparienca físico. El joven solamente puede escaparse de la esclavitud de su sociedad por la muerte y al fin muere como un héroe romántico.
La poesía gauchescaEl gaucho fue la inspiración profunda de muchas obras durante la época romántica. Dos autores argentinos destacados, Domingo Faustino Sarmiento y José Hernández, representaron la figura del gaucho en dos maneras distintas en sus obras.
Sarmiento publicó su obra más famosa, Facundo o civilización y barbarie, en 1845. El escritor presenta su imagen del bárbaro- el enemigo verdadero de la civilización- por el protagonista gauchesco de la obra, Juan Facundo Quiroga. Sarmiento enfoca en la brutalidad y la ignorancia del gaucho argentino y presenta Quiroga y su vida campesina como un símbolo de las fuerzas contra el progreso y las reglas de la sociedad civilizada.Domingo F. Sarmiento, fotografía de Culver Pictures.
A diferencia de la descripción del gaucho de Sarmiento, Hernández presenta el gaucho como un víctima de los abusos de la autoridad central. En sus dos largos poemas narrativos, La ida de Martín Fierro (1872) y La vuelta de Martín Fierro (1879), Hernández enfoca en los valores y las costumbres del gaucho. El autor detalla la vida del gaucho con mucha nostalgia y respeto; El gaucho y su modo de vivir representa no la barbarie de Sarmiento, pero lo bueno de la civilización misma según Hernández.*Foto de un gaucho, Uruguary; 1990, fotografía de Christopher Ralling.
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